La
alegría que aparece sin motivo es una prueba de la arbitrariedad de
la vida y de su permanente misterio. Lo mismo ocurre con los
sentimientos sombríos que súbitamente nos encogen el alma. Como el
hombre es un animal que necesita certidumbres, tendemos a creer (a
vivir, al menos, como si lo creyéramos) que entendemos
los resortes de la vida, que dirigimos nuestros actos. La realidad,
sin embargo, es movediza: la vida mueve los hilos de nuestro destino
de marionetas, nos trae y nos lleva como barcas en la tormenta. Un
cambio superficial en nuestro entorno trastoca la calma chicha de
nuestro comportamiento, nos inflama de esperanzas o nos asusta. Nos
gustaría tanto creer que decidimos cada uno de nuestros pasos. En la
sinceridad de nuestro corazón, sin embargo, no podemos dejar de
sentir que un viento desconocido nos zarandea, nos levanta del suelo
y nos empuja. Sólo cuando nos deja tranquilos y notamos de nuevo la
tierra bajo los pies damos prolijas explicaciones de por qué hicimos
o dejamos de hacer aquello. Reconocer la orfandad natural de cada uno
de nuestros gestos, la transitoriedad de nuestras convicciones, el
carácter fugaz de las emociones y los hechos de nuestra vida, saber
eso y no
venirse abajo es un ejercicio de humildad, un reconocimiento de la
insignificancia de nuestra voluntad que puede llegar a proporcionar,
por el camino menos esperado, la paz que todos anhelamos.