Duermo
con los ojos abiertos. Durante instantes cuya duración no sé medir,
desconozco el lecho sobre el que mi cuerpo persigue la inconsciencia.
Sé que hace frío. Sé que el mundo está lleno de gentes que,
aunque vivan muy lejos de aquí, ocupan exactamente este mismo lugar.
Oigo su respiración, el aliento casi sólido de los que no pueden
dormir. Sé que están solos. El aullido prolongado de los lobos me
despierta. Toco mi corazón con la yema de los dedos hasta que
recupera su ritmo habitual. Veo entonces el sombrero de paja que
cuelga de una alcayata en la pared de en frente, a los pies de mi
cama. Veo la espalda encorvada de una sombra: la estela de las
últimas horas que viví ayer, difíciles, interminables, sin gente,
sin caminos. Me levanto a beber agua con la esperanza de haber vuelto
sin daño de esa salida que no sé si llamar paseo, escapada o
pesadilla.