viernes, 10 de abril de 2015

Duermo con los ojos abiertos. Durante instantes cuya duración no sé medir, desconozco el lecho sobre el que mi cuerpo persigue la inconsciencia. Sé que hace frío. Sé que el mundo está lleno de gentes que, aunque vivan muy lejos de aquí, ocupan exactamente este mismo lugar. Oigo su respiración, el aliento casi sólido de los que no pueden dormir. Sé que están solos. El aullido prolongado de los lobos me despierta. Toco mi corazón con la yema de los dedos hasta que recupera su ritmo habitual. Veo entonces el sombrero de paja que cuelga de una alcayata en la pared de en frente, a los pies de mi cama. Veo la espalda encorvada de una sombra: la estela de las últimas horas que viví ayer, difíciles, interminables, sin gente, sin caminos. Me levanto a beber agua con la esperanza de haber vuelto sin daño de esa salida que no sé si llamar paseo, escapada o pesadilla.