jueves, 12 de marzo de 2015

Si alguna enseñanza deja la experiencia de miles de horas persiguiendo su rastro, intentando inútilmente domesticarlas o ceñirlas a las exigencias de un tono premeditado –el corsé del estilo–, es que las palabras gozan de libertad, brincan de pronto sobre la superficie azul del mar como el lomo de los peces que de un tirón se desenganchan del anzuelo y ponen al desnudo, momentáneamente, su belleza. Encuentran por sí mismas el lugar que nuestro esfuerzo ha sido incapaz de descubrir. La libertad con que de pronto se entrelazan para dar forma a una realidad nueva es una lección de humildad que proporciona, además, un gran placer. Sólo el triste vicio de la soberbia nos permite creer que somos nosotros los que hemos conseguido el milagro.