Si
alguna enseñanza deja la experiencia de miles de horas persiguiendo
su rastro, intentando inútilmente domesticarlas o ceñirlas a las
exigencias de un tono premeditado –el corsé del estilo–, es que
las palabras gozan de libertad, brincan de pronto sobre la superficie
azul del mar como el lomo de los peces que de un tirón se
desenganchan del anzuelo y ponen al desnudo, momentáneamente, su
belleza. Encuentran por sí
mismas el lugar que nuestro
esfuerzo ha sido incapaz de descubrir. La libertad con que de pronto
se entrelazan para dar forma a una realidad nueva es una lección de
humildad que proporciona, además, un gran placer. Sólo el triste
vicio de la soberbia nos permite creer que somos nosotros los que
hemos conseguido el milagro.