Los
personajes de una novela cobran, en la percepción agudizada del
solitario, una entidad casi física que supera a la realidad o, en
los mejores casos, la sustituye: los oigo hablar, los veo removerse
inquietos en sus camas, me hago cargo de su sufrimiento, comparto sus
esperanzas, sus amores, sus logros y sus fracasos. Siento el corte
que se hacen en la mejilla al afeitarse, huelo sus perfumes, me
irrita su prepotencia y me conmueve su bondad. Me atañen su dolor y
su deseo hasta sentirlos como propios. La respiración bronca de
algunos es una buena compañía en las tardes aciagas: quiero decir
que es
una compañía.