La
memoria de las casas en las que uno ha habitado vuelve de pronto en
un olor, en el fragmento roto de una baldosa, en la sorpresa de una
música o en la penumbra de un atardecer. Cuando la casa nos fue
hostil, no llegó nunca a admitirnos o fuimos nosotros incapaces de
seducirla, el recuerdo hace daño. Cuando, por el contrario, fue el
cimiento de nuestro espíritu, el soporte seguro de lo que hemos
llegado a ser, como lo fueron los muros de aquella casona de piedra
que el tiempo ha derrumbado sin piedad, o aquellos largos pasillos de
la casa madrileña en la que vivimos la novela increíble de una
infancia fecunda, duele también, pero es distinto. Esa textura como
de piel humana que cobran las paredes, esa luz acogedora, ese rumor,
son la raíz indestructible en que se asienta nuestra vida.