viernes, 20 de marzo de 2015

La memoria de las casas en las que uno ha habitado vuelve de pronto en un olor, en el fragmento roto de una baldosa, en la sorpresa de una música o en la penumbra de un atardecer. Cuando la casa nos fue hostil, no llegó nunca a admitirnos o fuimos nosotros incapaces de seducirla, el recuerdo hace daño. Cuando, por el contrario, fue el cimiento de nuestro espíritu, el soporte seguro de lo que hemos llegado a ser, como lo fueron los muros de aquella casona de piedra que el tiempo ha derrumbado sin piedad, o aquellos largos pasillos de la casa madrileña en la que vivimos la novela increíble de una infancia fecunda, duele también, pero es distinto. Esa textura como de piel humana que cobran las paredes, esa luz acogedora, ese rumor, son la raíz indestructible en que se asienta nuestra vida.