sábado, 7 de febrero de 2015



Hay momentos de una lucidez bellísima y terrible. Siente uno simultáneamente, sin espacio en el cuerpo para darle cabida, todo. Le atraviesa el sistema nervioso una descarga eléctrica que contiene la ternura apartadiza del niño que coleccionaba caracoles en la huerta sin importarle la regañina que le iba a costar el estropicio que la lluvia y el barro hacían en un par de botas nuevas; el estupor incurable del muchachito que recibió la noticia de la muerte del abuelo; el aprendizaje acelerado de la desgracia que hubo de hacer el mozo que perdió en el camino la voz que más le importaba y que llegó a recuperar muchos años después (no exactamente la misma); la fatiga del hombre que ha frecuentado los desfiladeros en los que la muerte siembra sus semillas de podredumbre; la plenitud gozosa del padre que toma por primera vez en brazos a su hija e intuye en ese mismo instante, hablándole al oído, sin posibilidad de error, que se van a entender siempre; la angustia indecible de la muerte de su propio padre a un metro de su impotencia. Es como si el corazón se apretara para exprimir todo el jugo de terror y gratitud que atesora. He experimentado varias veces ese vértigo: mi cuerpo se debate entre las olas con los ahogados, mi aliento se nubla en el paladar de los enfermos, mi piel se anticipa al placer y al sufrimiento, al asombro y al pánico, los reúne y los absorbe en una sensación sin fisuras que las palabras no saben describir.