Hay momentos de una lucidez bellísima y
terrible. Siente uno simultáneamente, sin espacio en el cuerpo para darle
cabida, todo. Le atraviesa el sistema nervioso una descarga eléctrica
que contiene la ternura apartadiza del niño que coleccionaba caracoles en la
huerta sin importarle la regañina que le iba a costar el estropicio que la lluvia
y el barro hacían en un par de botas nuevas; el estupor incurable del
muchachito que recibió la noticia de la muerte del abuelo; el aprendizaje
acelerado de la desgracia que hubo de hacer el mozo que perdió en el camino la
voz que más le importaba y que llegó a recuperar muchos años después (no
exactamente la misma); la fatiga del hombre que ha frecuentado los desfiladeros
en los que la muerte siembra sus semillas de podredumbre; la plenitud gozosa
del padre que toma por primera vez en brazos a su hija e intuye en ese mismo
instante, hablándole al oído, sin posibilidad de error, que se van a entender
siempre; la angustia indecible de la muerte de su propio padre a un metro de su
impotencia. Es como si el corazón se apretara para exprimir todo el jugo de
terror y gratitud que atesora. He experimentado varias veces ese vértigo: mi
cuerpo se debate entre las olas con los ahogados, mi aliento se nubla en el
paladar de los enfermos, mi piel se anticipa al placer y al sufrimiento, al
asombro y al pánico, los reúne y los absorbe en una sensación sin fisuras que
las palabras no saben describir.