Una de las palabras que se me viene a
la boca desde que era niño es niebla. Demasiadas veces, a decir de
algunos. Nunca ha tenido para mí perfiles negativos. Para nadie: perfiles es lo
que la niebla no tiene. Siempre he sentido que me protegía. Quizá le debo esa
cordialidad a mi infancia en las orillas de aquel mar, al espectáculo inolvidable
de los amaneceres que dibujaban, con la paciencia de un pintor que ha
convertido la lentitud en método, trazo a trazo, los contornos de lo que
entonces era el mundo. Lo sigue siendo muy dentro de mí, en ese cuenco de la
sensibilidad al que no llega el polvo de los escombros que genera, silencioso,
el paso del tiempo. Niebla es este dolor de huesos, este cansancio de cada
noche. Niebla la emoción pequeña que me deja cada día, niebla el espejo y el
recuerdo. Siempre le he visto una ventaja: me aguzó la mirada, me enseñó a
profundizar a través de la veladura de ceniza que recubre las cosas, a esperar
que la brisa, empujando con suavidad, desvele la verdad de la vida. Detrás de la
niebla siempre hay algo. Una montaña inolvidable. El esbozo de una carretera
que bordea la costa. Un castillo abandonado. Un barquito que vuelve en el
amanecer con el motor al ralentí.