lunes, 12 de enero de 2015


Dos asuntos han usurpado mi corazón por encima de los demás. No el amor y la muerte, que son hechos, sino la belleza y el miedo, dos ideas, dos conceptos inasibles que atraen, estimulan, castigan y trastornan la vida de los hombres. Del amor cabe decir que es el mayor espejismo de inmortalidad que la vida nos ofrece. La cara asequible de la belleza. Una piedra preciosa que late en medio de la noche: se apaga mil veces y mil veces incendia los sentidos. Pasado un tiempo prudencial de la última decepción, que llegamos a creer definitiva, nos sorprende siempre la insólita capacidad de resurrección de que hace gala la piel. La esencia de la belleza es su fugacidad. Una herida en el alma que la experiencia no puede cerrar. Perversidad e inocencia en un mismo trazo. Luz y sombra. Como viene se va: una estela en el agua. Me conmueve tanto como me lastima el milagro de los cuerpos jóvenes, los rostros nobles, el bailecito humilde de las hojas al caer, la eternidad efímera de todo eso. Me estremece siempre el temblor que estalla cuando unas caderas llueven sobre mis manos, cuyo origen es incierto: ¿son mis manos lo que tiembla?, ¿tiembla el cuerpo al que se acercan?, ¿tiembla el mundo y los amantes permanecen inmovilizados por la insufrible ráfaga? ¿Qué misterio se encarna en ese roce devoto al que me entrego? La vida se consume en esa contradicción: alimentar la esperanza de recuperar el destello de la luz y temer la desgracia de sentirla de nuevo evaporarse como nieve entre los dedos. Ni deseo la muerte ni la entiendo: está ahí como los días de lluvia. Es una realidad inmóvil, la representación pura de la paciencia. Sólo cabe aceptarla. Lo que predomina es el miedo. No se trata tanto del dolor palpable de una enfermedad como de la presencia oculta de la destrucción en la cueva del alma. El miedo es la amenaza, la sutil carcoma de las células, la oscuridad inaccesible. Tal vez el único rostro que la muerte sabe reflejar en el espejo. No tendré tiempo de hacer un inventario. Miedo a todo, una presencia agotadora que no me ha impedido disfrutar de la vida.