En
un baile popular de los que sobreviven en los calurosos veranos de la ciudad,
siento que mis pies todavía se dejan seducir por el misterio irresistible de la
música. Algo tiene la música que ilumina el alma de algunos hombres, por melancólica
que sea. Por desgracia, las miradas de reclamo, cargadas a partes iguales de
desesperación y de esperanza, me recuerdan la inestabilidad que las sostiene,
el desequilibrio que se esconde tras la euforia de los cuerpos que bailan. La
muchedumbre se agolpa alrededor de la música y se desnuda con aparente
desparpajo. El combustible para la alegría, siempre un poco ficticia, es el alcohol.
Tomo una última copa y vuelvo a casa después de desaprovechar lo que la gente
llama una buena oportunidad. Me desanima, tal vez, el énfasis, la urgencia; también
un adelanto fugaz de la primera imagen que mis ojos contemplarían a la mañana siguiente.