jueves, 15 de enero de 2015



En un baile popular de los que sobreviven en los calurosos veranos de la ciudad, siento que mis pies todavía se dejan seducir por el misterio irresistible de la música. Algo tiene la música que ilumina el alma de algunos hombres, por melancólica que sea. Por desgracia, las miradas de reclamo, cargadas a partes iguales de desesperación y de esperanza, me recuerdan la inestabilidad que las sostiene, el desequilibrio que se esconde tras la euforia de los cuerpos que bailan. La muchedumbre se agolpa alrededor de la música y se desnuda con aparente desparpajo. El combustible para la alegría, siempre un poco ficticia, es el alcohol. Tomo una última copa y vuelvo a casa después de desaprovechar lo que la gente llama una buena oportunidad. Me desanima, tal vez, el énfasis, la urgencia; también un adelanto fugaz de la primera imagen que mis ojos contemplarían a la mañana siguiente.